Los primeros capítulos


Las 30 primeras páginas de la novela.

I
            Un olor nauseabundo inundaba toda la habitación. Atravesó un pasillo oscuro a tientas. Caminó hacia una puerta entornada a través de la cual salía un débil rayo de luz.
            El ruido era como de algo que se balanceaba. Al entrar lo vio: desnudo, sin ojos… Su cuerpo pendía y se mecía lenta y dulcemente de una cuerda.
            Aquella cámara parecía una capilla o una buena réplica de mausoleo medieval: hábitos de monje deshilachados, multitud de imágenes sagradas desgastadas por el tiempo, cruces de diversos tamaños y formas… Una oscuridad de catacumba que paralizaba los sentidos. Y allí, bajo el cadáver suspendido, un reguero de velas a punto de extinguir su llama ardían formando siluetas fantasmales en los muros de aquella estancia lúgubre.
            Dicen que, cuando uno está en las puertas de la muerte, en la antesala de la eternidad, desfila deprisa ante los ojos, como una película, tu vida. No es cierto. Ni siquiera el horror de los últimos días, ni el sueño, ni el agotamiento.   Sólo sientes un vacío, un inmenso abismo que te llama, que tira de ti.
Ahora que empieza a dejar de oír las sirenas de los coches patrulla, que ya no ve las llamas, ni oye las voces, ni los disparos, percibe que su conciencia se va.
Se pregunta cómo ha llegado hasta allí, a ese lugar horrible, a ese hoyo oscuro de putrefacción. Cómo empezó, cómo llegó…
II
            - López, coge tu maldita máquina y sal echando leches a esa plaza.
            - Enseguida. Recojo y salgo para allá.
            - Y no vuelvas sin una buena foto. Sangre, muertos, vísceras… lo que vende.
            Bajé las escaleras a toda prisa, sorteando a los inquilinos del edificio, que casi no me prestaban atención pues estaban habituados a mi particular interpretación del código peatonal.
            Eran las siete de la tarde, y el tráfico era abundante en Gran Vía. Así que decidí ir a pie. Al fin y al cabo, la plaza estaba a dos manzanas de mi trabajo. Tenía que ser el primero en llegar a la escena del crimen. No escuchaba aún las sirenas de la policía. Sin embargo, apreté el paso antes de que se diera la alarma.
            Empezaba a llover con fuerza en aquella tarde invernal y, como siempre, había olvidado mi gabardina en el coche. La televisión local había anunciado fuertes precipitaciones para esa tarde en Madrid, pero había estado todo la jornada trabajando en el ordenador con unas imágenes para la revista, y ni siquiera tuve tiempo de echarle un vistazo al cielo, que parecía que iba a desplomarse de un momento a otro. Los rayos dibujaban una tétrica estampa sobre la ciudad, digna de proyectarse en una buena película de Hitchcock.
            No estaba seguro de lo que iba a encontrarme en aquella barriada, donde solían reunirse con frecuencia pandillas de jóvenes con extraña indumentaria y de aspecto pintoresco. José no había concretado demasiado. Un soplo de uno de sus lacayos a sueldo. Le llamó a la redacción para avisarle de una reyerta entre bandas: navajazos, griterío, insultos, pintadas simbólicas en las paredes… qué sé yo.
            Al aproximarme al lugar, estuve a punto de ser arrollado por un joven de apariencia siniestra. Iba a recriminarle, cuando se dio la vuelta y me clavó la mirada como si fuera a atravesarme de parte a parte. Dio un paso hacia mí con los músculos en tensión y la rabia encendida en su cara. En ese preciso instante, se oyeron lejanos los sonidos inconfundibles de las fuerzas del orden público. El muchacho, de edad indefinible, de tez morena, cuyo rostro estaba marcado visiblemente por una cicatriz entre las cejas, escupió en el suelo y echó a correr.
            En ese momento lo vi. En lo alto de un pedestal, con su cuerpo reclinado hacia atrás, retorcido, con su mano izquierda sobre la frente en un pavoroso gesto de dolor infinito. Sus pies envueltos en una serpiente. De su espalda, clavados en ella, a modo de alas, surgían dos enormes membranas negras, mientras la sangre chorreaba de donde permanecían hincadas y un reguero de sangre negra bajaba por la plaza.
            Tardé en reaccionar. Pasaron unos segundos. Fue el estrépito de la policía y los bomberos al llegar lo que me hizo coger la cámara y empezar a fotografiar toda aquella carnicería.
- Te has vuelto a adelantar, López. Le seguís pagando bien a esos soplones.
- Usted lo sabrá bien, inspector. Desayuna con ellos todos los días.
- Anda, calla y aparta; no nos vuelvas a joder la escena del crimen, capullo.
- Veo que sigue con sus buenos modales, inspector. Tranquilo. Me voy. ¡Ah! No olvide recoger su sobre.
Algo ininteligible masculló y, antes de que pudiesen hacer cualquier cosa, desaparecí con las imágenes. Esta vez sí, la redacción no tendría más que reconocerlo: las íbamos a colocar en la portada de todos los periódicos.
No nos llevábamos nada bien la policía y nosotros. Especialmente con el inspector Santana. Un cincuentón vanidoso y narcisista que, a pesar de sus cinco décadas, todavía se conservaba bien. Varias veces había acabado en comisaría por haberme metido en la escena, su “escena” de crimen.
III
- ¡Genial!
            Nunca estaba demasiado seguro de los gustos de José. Lo conocía desde hacía varios años y sabía de sus gustos por lo clásico. Sin embargo, aquella expresión tan típica suya era buena señal.
            - Elige las que te apetezcan. Pero publícame algunas, que quien se moja en esto soy yo –le dije con ese tono sarcástico que me caracterizaba.
            - ¡Vaya! Veo que has tenido otro encuentro amistoso con Fighter. Ahora no la tomes conmigo.
            - A ese hijoputa un día le meto el objetivo por la boca –pensé en voz alta-. Venga, deja las fotos en imprenta que te invito a un café.
            Las gotas de lluvia repiqueteaban contra las  vidrieras opacas del Caronte. Frecuentábamos aquel tugurio de poetas trasnochados y jugadores empedernidos de dominó, donde la luz mortecina de las bombillas perfilaba los semblantes taciturnos de individuos que el azar había condenado al anonimato.
- Es la segunda vez en esta semana –dijo José, exhalando con desgana el humo del cigarrillo.
- Ni caso. ¿No será alguna broma de tu amigo el alemán?
            Introdujo la mano en el bolsillo de su viejo chaquetón de ante y extrajo un sobre en el que figuraba únicamente el nombre de mi amigo precedido de una cruz latina. Lo depositó en la mesa haciendo ademán de que lo abriera. Desplegué el folio del interior de la carta y leí aquel escueto mensaje con caracteres góticos: mortus es.
            - Sabes perfectamente que mi latín se quedó en el rosa rosae.
- Me temo que alguien quiere cambiarme el domicilio y regalarme flores –sonrió con cierto cinismo-. Sencillamente, López, y no voy a impartirte una clase magistral…, estoy muerto.
IV
- Hi, q tl t va gustr. Vn pronto. Salu2
- ¿Qué trasto es ése?
- Lo último de lo último, José: un iPhone 7G. Esta vez el viejo Jobs se ha esmerado. Por fin con usb.
- ¿Lo venden?
- ¿Qué crees? ¿Que eres el único que tiene contactos? ¿Recuerdas aquel chino que conocimos en…?
De repente se abrió la puerta de mi oficina de golpe y entró el autor del sms. Hay quien diría que Cabrera es un friki. No, no lo es. Ese aspecto pálido de llevar décadas bajo la sola luz de un flexo, sus gafas de pasta, la barba de  días y su nulo trato con mujeres, no podían dar lugar a engaño: un nerd, de los de verdad.
- López, oí tu voz. No sabía que estabas aquí; por eso te mandé el sms. No vas a creer lo que has fotografiado.
- ¿Pero en qué jerga escribes? –dijo José.
- Se te saluda, ¡oh, Gran Jefe! Timofónica cobra por carácter, así que abrevio…
- Pues venga, abrevia que nos estamos yendo.
- ¿Sabes quién es el príncipe de la mañana?
- ¿El talibán de la radio?
- No, hombre, el príncipe de la luz… ¿Tienes el Mac encendido?
- Sí.
- ¿Cómo puedes estar todo el tiempo conectado?
- No me fío de la gente que está más de 24h desconectada. A saber qué vidas extrañas tienen ahí fuera.
- Pincha Wikipedia y pon lo que te he dicho… ¿Me permites? –deslizó sus dedos rápidos sobre el teclado, como si este fuera una prolongación natural de sus manos, sin usar el ratón. En unas décimas tenía la imagen.
- ¡No jodas!  ¡El tipo muerto con las alas membranosas de esta mañana!
- En efecto. Tu foto es la del “Ángel Caído”, sólo que no es de bronce, sino de carne y sangre.
            - ¿Estás seguro de esto, Cabrera?
            - Al cien por cien, pero si quieres pregunta al oráculo.
            - ¿Google?
            - No, hombre: a Santos.
V
            Un banco de piedra soportaba la contemplación del vacío. El Retiro.
En cada nombre subyace una verdad inextricable. Todo adquiere su sentido oculto en el subconsciente. Hasta el hombre tiene la potestad de otorgar identidad a lo desconocido. Quizá fue su castigo por la desobediencia primigenia. Beber de la sabiduría conllevaba sus riesgos y fue sencillo envolver la pérdida del Paraíso con un disfraz de fruta apetecible. El ser humano recibió su condena. Y el Rey no quiso abdicar en su progenie porque temió al poder de las Tinieblas.
            Arrojado como un maldito Hefesto, defenestrado de la Altura, despreciado por una inteligencia superior, abandonado al deshonor sobre un pedestal siniestro, arrebatado de su estirpe, extirpado su verdadero nombre y mortalmente herido en las espaldas. Solo.
            Una silueta informe retornaba a su destierro arrastrando su efigie sin alma. Se encaramó en su lecho vertical dejando en el ambiente una blasfemia, mientras el viento de la madrugada parecía traducir la mueca dolorosa de la talla de bronce…: venganza.
VI
EL amo y señor de la documentación. Llevaba en la empresa pocos años, pero era amigo de José desde tiempo inmemorial. No conocíamos que hubiese desempeñado algún trabajo anterior a éste. Bajo, frente despejada, pálido, con la manía de tocarse el pelo sobre la oreja. No existe libro, ni revista, ni fuente que no conozca o tenga referencia de ellos. Su hábitat era el almacén donde guardábamos las revistas, documentos, fotos, libros… al que llamábamos la Mazmorra por estar en el sótano junto al garaje. Siempre llevaba una vieja moneda con una inscripción latina que de vez en cuando hacía girar entre sus dedos.
- Es obra de Ricardo Bellver. La hizo, primero en yeso, en el XIX cuando era una especie de becario en la Academia Española de Bellas Artes de Roma. Ganó un premio con ella en una exposición que se celebró en Madrid. Al parecer se inspiró en unos versos de Milton de El paraíso perdido.
- ¡Coño! Santos, ¿escribiste tú lo de la Wiki?
Miró a Cabrera con ese aire tan característico suyo de iluminar al que no sabe.
- Hay más. La adquirió el Estado por unas 4.500 pesetas de la época, unos 27 euros, se fundió el bronce y pasó a formar parte del Museo Nacional. Más tarde fue cedida al ayuntamiento y colocada en su lugar actual del parque. Y ahora viene lo bueno: está a una cota de 666 metros.
- No, eso sí que no. Lo siento pero para cuentos esotéricos no estoy hoy –indiqué apático porque llevaba días sin dormir demasiado bien.
- ¿Qué hora es? –inquirió José, que había perdido su reloj y se miraba continuamente la muñeca en un gesto inconsciente.
- ¡Uhm! Las siete –confirmó Cabrera, tras echar un vistazo al suyo.
- ¡Voy a verla ahora mismo! ¿Quién se viene? –preguntó José tomando su cuaderno de notas y dirigiéndose veloz hacia la puerta de salida de aquella especie de oráculo de Delfos.
- ¡Joder! Y yo que pensaba que Cabrera era el friki –exclamé con sorpresa; y, tomando mi cámara a vuela pluma, seguí los pasos de mi jefe con la absoluta convicción de que algo extraordinario nos reservaba aquella tarde.
VII
“Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado.
               (Milton, El paraíso perdido, canto I)”

            - Ni que el tal Milton se hubiera inspirado en esta escultura –dijo Cabrera.
La mirada de José se perdió en aquella imagen, completamente abstraída. Parecía como si quisiera atrapar cada golpe de gubia a fin de poder interpretar la intención creativa del artista.
            Santos continuaba absorto en su lectura. Ocasionalmente se dirigía a José haciéndole algún comentario –ininteligible para la mayoría de los mortales- en uno de esos arrebatos de erudición que nos hacía sentir a todos unos auténticos cavernícolas.
            - Creo recordar que en diferentes mitologías el dios supremo, para evitar ser destronado por alguno de sus hijos, decidía deshacerse de ellos –terció José.
            - Así es –replicó Santos-. Tanto en el Génesis como en la mitología griega, existe un Caos preexistente. Si nos ceñimos a los helenos, surgen de esta entidad una serie de deidades monstruosas. Gea nace con posterioridad al Caos y engendra por sí misma a Urano, con quien mantiene relaciones incestuosas. De esta unión nacieron los poderosos Titanes, famosos por sus extraordinarias dimensiones, los Cíclopes que…
            - Al grano, Santos –apostillé-, que si no me voy a por el saco de dormir.
            - Ok, termino, López. El caso es que estos primeros dioses, por temor a ser destronados por sus vástagos, los aniquilan de manera cruel y despiadada: antropofagia, en el caso de Cronos, o… sí, aborto, en el caso de Urano. Este último no permitía que sus hijos vieran la luz y los retenía en el vientre de su madre con la finalidad de impedir su nacimiento.
            - Pero ¿qué relación tiene todo esa historia con nuestro ángel caído? –inquirió Cabrera con curiosidad.
            - Tengo la impresión de haber visto en alguna ocasión una escultura clásica, donde el personaje, a punto de ser devorado, se batía en una lucha feroz con una serpiente gigantesca.
            - Efectivamente, José. Haz memoria. Roma, jardines de los Museos Vaticanos… La estatua de Laocoonte y sus hijos. Es una copia romana de una griega más antigua que refleja el momento en que el sacerdote Laocoonte, después de avisar a los troyanos del peligro de aquel caballo de madera ideado por el astuto Odiseo, donde permanecían escondidos una parte de las tropas aqueas…
            - Por favor, Santos –intervine de nuevo.
            - ¿Puedo terminar?
            - Sí, pero que sea hoy, ¡por Dios!
            - Tanto Lucifer, como los Titanes, los Hecatonquires, los hermanos de Zeus y muchos otros dioses o personajes legendarios de la mitología clásica, fueron castigados por su exceso de orgullo o por la simple sospecha de que pudieran arrebatarles su… corona. Ojalá me equivoque, pero intuyo que nuestro asesino no es un vulgar criminal… Dejemos que los acontecimientos hablen por sí mismos.
VIII
¡Qué tormenta cayó aquella noche! Casi no pegué ojo. No porque tuviese miedo a los rayos o a los trueno; al contrario, me gustan. Por eso pasé toda la madrugada fotografiándolos desde la azotea de mi piso. Sonó el despertador. A punto estuve de apagarlo y seguir en la cama. Hice un esfuerzo heroico… y a la ducha. Me vestí y bajé corriendo las escaleras, como siempre. Ya me disponía a entrar en el metro, cuando el móvil me reclamó.
- ¿Sí? ¿Quién es?
- Buenos días, Sebastián. ¿Has visto las portadas de hoy?
- Buenos días, Lorena. Acabo de pasar por delante de un kiosco. ¿Qué hay de buena mañana?
- ¡Tremendas!, ¿no?
- ¿Me lo vas a decir a mí? -La conversación comenzaba a oírse entrecortada porque había empezado a bajar las escaleras– Te pierdo, espera un momento…
Volví a salir de la boca y me resguardé debajo de un balcón; había empezado a llover de nuevo. Aquel cielo negro parecía que se vendría abajo en cualquier momento.
- ¡Son mías!
- Lo supuse al ver que eran de vuestra agencia.
- ¡Coño! –la interrumpí– ¿No han puesto mi nombre? ¿Qué carajo de periódico es ése?
- Espera un momento –dijo Lorena en un tono tranquilizador–. En los otros apareces: S. López, como a ti te gusta. Te llamo por un asunto de trabajo. ¿Podemos vernos ahora?
- ¿Déjame ver? Son las siete y media… ¿Qué tal si nos vemos en la cafetería del Turco?
- Vale. ¿Te parece en quince minutos?
- Hecho.
Bajé de dos en dos las escaleras del metro, saqué el bono y me abalancé hacia las puertas. En un par de minutos estaba sentado en el vagón. Los pasajeros ojeaban los periódicos, la mayoría gratuitos, de los que reparten en las calles.  En todos figuraba la foto de nuestro Ángel Caído. En papel era más horrible de lo que se veía en la pantalla del Mac, para variar.
            Cuando llegué al bar del Turco, Lorena ya estaba sentada, al fondo, tomando un café. Llevaba puesto el jersey que le había comprado las Navidades pasadas. El gorro dejaba entrever que se había teñido de negro.
- Buenos días, Juan –saludé al Turco. Era de Peñarroya, pero tenía un aspecto de los Dardanelos y así le habíamos bautizado.
- ¿Lo de costumbre?
- Sí, por favor.
- Hola, Lorena –dije, sentándome enfrente de ella.
- Hola. Es el muerto de la plaza, el que apareció con las alas en la espalda. ¿Tienes más fotos? En las de la policía no se aprecian bien algunos detalles.
- ¿No me digas? ¿Santana no tiene un buen fotógrafo? ¿Y el vuestro?
- Cuando llegamos los del equipo forense, el muy idiota ya había bajado el fiambre. Que en su escena del crimen hacía lo que le daba la gana, que nos iba a empurar, que nos largásemos… y no sé cuántas cosas más nos arrojó a la cara. El caso es que necesitamos más fotos y me preguntaba si tú tendrías.
Apuró el café, mientras Juan traía mi bocadillo de pollo y mi pócima revitalizadora: café con leche.
- Sí. Sabes que tengo más. ¿Te las paso por e-mail?
- Por favor.
            - De nada. ¿Cómo sigue mamá?
            - Pues bien…
- Perdona un segundo, el móvil. Dígame, Mr. Mortus.
            - ¿Puedes hablar?
            - No, lo siento. Esta mañana me han operado de las amígdalas y Paco me ha recetado una menta poleo cada 15 minutos. Tengo que mantener absoluto silencio hasta las 8.
            Al otro lado del teléfono se escuchaban las risas de José. Aquella sarta de disparates propias del mismísimo Groucho le cogían siempre por sorpresa. Al cabo de unos segundos, se recompuso y me habló con cierta ansiedad.
            - López, tienes que venir enseguida. Ha habido un nuevo crimen.
            - Vaya, ¿se ha caído otro ángel?
            - La cosa es seria –respondió ahora-. Estoy con Santacruz. Tienes cinco minutos para llegar. Ya estoy contando.
            Me colgó sin más. En esas ocasiones, me recordaba a mi padre, que solía dejarte con la palabra en la boca, con la cara de tonto que se le pone a uno cuando está en medio de una conversación. Nunca una palabra más de las necesarias. Ésa era una de sus máximas.
            Miré a mi hermana encogiéndome de hombros, mientras guardaba el móvil en el compartimento correspondiente de la funda de mi cámara.
            - Tu jefe, supongo.
            - Bah, sólo de ocho de la mañana a doce de la noche. El resto del tiempo me convierto en amo y señor del Universo.
            - ¿Algo importante? –me interrogó mi hermana, con aquel aire de aparente despreocupación que conocía perfectamente.
            - No, gajes del oficio. No te inquietes.
            - Si tiene alguna relación con lo de la extraña muerte de anoche, mantenme informada –dijo con aquella autoridad que llevábamos en los genes y con ese tono persuasivo que siempre la había caracterizado.
            - A la orden, mi sargenta.
            - Déjate de tonterías, Sebastián. Creo que corres excesivos riesgos en tu trabajo y ya sabes que mamá no duerme tranquila.
            Lorena me miró directamente a los ojos y sabía que no mentía. Hacía algunas semanas que no hablaba con mi madre; no obstante, estaba al tanto de su intranquilidad a causa de mi oficio.
            - Lo siento, tengo que marcharme, no sea que me despidan. Cuídate mucho… y recuerdos a tus colegas difuntos –le guiñé un ojo y dejé unas monedas sobre la mesa, al tiempo que me levantaba con una sonrisa dispuesto a encontrarme con José.
            - Ten cuidado.
            Comencé a caminar hacia la salida sin mirar hacia atrás. Al llegar a la puerta me volví un segundo y agité la mano en señal de despedida, para luego llevármela a la cara con el dedo pulgar apuntando a mi oreja y el meñique cerca de los labios.
IX
            - Esta vez nos han tomado la delantera. ¿Se puede saber por qué no tenías conectado el móvil? –José parecía bastante cabreado.
            - La culpa es del alcalde –me aventuré a decir, a pesar de haberme arrepentido en el mismo momento tras observar la cara de pocos amigos del jefe-. Quiero decir que mi barrio se quedó sin electricidad después de la tormenta de la otra noche.
- Cuéntale lo que has visto.
            Santacruz era uno de los mejores confidentes de José. Era el primero en enterarse de cualquier chisme o suceso relevante, pues pasaba buena parte del tiempo en los más diversos ambientes. Podías encontrarlo a las siete de la tarde tomándose una cerveza sin en un elegante restaurante de Chueca con la secretaria particular de la presidenta de la Comunidad, y a las ocho entablando conversación con una pandilla de pringados en Vallecas.
            Escasa estatura, piel morena, labios gruesos, cabello rizado y negro, rasgos faciales extremadamente duros… No era precisamente un ejemplo de dandy, pero he conocido a pocas personas tan nobles y sinceras. Su estado anímico era muy variable: te contagiaba, a veces, con su buen humor; en cambio, en otras ocasiones su mirada transparente denotaba una desazón capaz de conmover a sus auténticos amigos.
            - Cerca del Prado… –balbució-. Es espantoso. Atado con cuerdas a un árbol de la plaza, boca abajo, en carne viva… Todo lleno de sangre. Fueron esos cabrones sin escrúpulos. No pude hacer nada, estaba solo…
            - Intenta serenarte, Santacruz –dije con suavidad apoyando mi mano en su hombro engarrotado-. ¿A quiénes te refieres? ¿Qué le han hecho a ese desgraciado?
            Santacruz no podía articular palabra. Parecía que de un momento a otro se iba a vomitar encima. Me miraba con los ojos que parecían llamas a punto de estallarme en el rostro.
            - Lo han despellejado vivo, López –intervino José-. Esos mal nacidos, según parece, estaban sacrificándolo como si fuera una mala bestia. Anda, coge tus cosas y haz lo que puedas. Yo me quedo aquí con éste. Enseguida llamaré a Santos y a Cabrera a ver qué opinan del tema. Necesito esas fotos… y ya no sólo para la revista. Creo que esto se está convirtiendo en una pesadilla y quiero averiguar quién anda detrás de esta masacre.
X
            Aquello era un carnaval. Cámaras de todas las televisiones, radios, flashes… Ambulancias con sus luces giratorias encendidas, bomberos y una multitud que, a pesar de lo tarde de la hora, se había congregado alrededor del muerto. La policía tenía acordonada la zona. Entraban, salían, voces, gritos. Un festival mediático. Me acerqué. Iba a traspasar la cinta del precinto cuando uno de los gorilas de Santana me agarró por el hombro.
- No puede pasar nadie y  menos usted
- Cortesía de la casa –le repliqué.
Como respuesta recibí un empujón que casi me lleva al suelo. Tuve que quedarme detrás, con todos los otros reporteros gráficos. Fue entonces cuando le vi. Al principio no le reconocí. Me resultaba vagamente familiar. No le presté atención hasta que sus ojos se fijaron en mí y pareció que me traspasaba con la mirada. Era aquel extraño individuo que me había tropezado la noche de la muerte del Ángel Caído. Estaba al otro lado de la multitud, a unos cincuenta metros,  pero su tez morena, su rostro marcado por una cicatriz entre las cejas… Era él. Empecé a caminar hacia donde permanecía de pie, rodeando aquel circo, cuando, de repente,  dejé de verlo. Entonces me asusté. Giré la cabeza en todas direcciones, aceleré el paso. Un par de minutos más tarde lo volví a ver. Seguía donde mismo. Después de sortear a toda aquella gente, cuando casi le podía tocar, se dio la vuelta, me vio. Por un momento pareció que se iba a abalanzar sobre mí, pero echó a correr hacia las calles adyacentes. Corrí tras él. Corrí y corrí atravesando calles, callejones, alejándome cada vez más de la multitud hasta que dejé de oír los ruidos, las sirenas, las voces… No conseguía acercarme al muchacho, él tampoco me dejaba atrás. Presentí que lo hacía a propósito; su cuerpo era ágil y aparentaba buena condición física… No quería que le perdiese. Giré y entré en un callejón sin salida. Una puerta entreabierta al fondo. Paré. El corazón a punto de salírseme del pecho. Sudoroso, me agaché, intenté coger aire, respiré profundamente jadeando varias veces. Al incorporarme, aquella puerta seguía abierta. Despacio, avancé hacia ella. Dudé, entré y una luz intensa fue lo último que vi antes de recibir un golpe en mi cuello. Me desplomé en un charco de sangre.  El resto,  silencio.
XI
No había dolor. Caí a través de un pozo custodiado, rodeado por pavorosos gigantes como masas brutales e inertes, sepultados en la tierra. Caí y caí, hasta llegar al fondo. Me incorporé, giré y me encontré en  un páramo. Frío intenso en aquella inmensa negrura. Caminé entre gruesos hielos. Atravesé un círculo. Helado, frío. Del suelo, como brotes enterrados, asomaban cabezas humanas petrificadas, heladas, gritando en gestos mudos de angustia. A lo lejos, en medio de aquella gélida noche, un ser oscuro…
Desperté. Abrí los ojos y estaba en una habitación blanca. Al fondo un reloj; a los lados, tubos, cables…
- ¡Por Dios santo, López!
- Gracias a Dios. Te creímos muerto.
- Debo estar vivo porque en el cielo no puede haber una carota tan fea como la tuya, José.
- Sigues siendo el mismo, pedazo de cabrón -oí decir a José. Vi a mi hermana, le sonreí y me desmayé.
XII
            Bajé los peldaños que conducían a la Mazmorra. Aquel antro que desprendía un inconfundible olor a libros antiguos parecía transportarme a una época remota, donde la sabiduría quedaba salvaguardada de la ignorancia y brutalidad humanas. Escalones de piedra, rodeados de murallas angostas, simulaban sinuosas escaleras por los que tantas veces había transitado en los castillos de Escocia o en las catedrales de San Pedro o Florencia.
            El paso de las oficinas de nuestra revista al subterráneo era como un viaje en el tiempo. Aquel pasadizo estaba flanqueado por cuadros de antorchas encendidas y algunas inscripciones antiquísimas, aparte de innumerables figuras híbridas contorsionadas y dolientes como las que fueron talladas por los maestros albañiles de la Edad Media.
            Al final, un amplio pasillo apenas iluminado donde nada se proyectaba. Al fondo, el despacho de Santos estaba abierto y se escuchaban voces en su interior.
- ¿No has pensado remodelar un poco tu piso, Santos? Conozco a una decoradora que le daría un toque menos… sepulcral a todo esto –dije antes de asomar por la puerta.
            Aquello parecía una reunión secreta del sanedrín o de alguna logia masónica. Alrededor de la mesa de nuestro bibliotecario estaban también José, Cabrera, Santacruz y… ¡mi hermana! Todos levantaron la vista y me miraron con asombro.
            - ¿No deberías estar descansando? ¿Qué haces aquí? –preguntó mi hermana.
            - Eso mismo iba a preguntarte yo. ¿Has cambiado de trabajo?
            - Nos está ayudando en… -intentó explicarme Cabrera.
            - No me interesa. José, haz el favor de decir a mi hermana que abandone este… concejo de investigadores del más allá.
            - Oye, Sebastián. Nadie me ha traído. He sido yo quien he hablado voluntariamente con José para que me dejara exponerle mis hipótesis sobre todo lo que está ocurriendo –contestó Lorena, saliendo en defensa de mi jefe.
            Todos me observaron con cierta reprobación. Era obvio que los últimos acontecimientos requerían un análisis profundo y compartido para dilucidar los terribles sucesos de esa semana. Así que recapacité un instante y di mi brazo a torcer, aunque no me hacía ninguna gracia que mi hermana pequeña se viera involucrada en aquella trama de asesinatos sangrientos.
            - Está bien. Ya eres mayorcita para saber lo que te conviene. En cualquier caso, seremos una compañía más vital que la de tu círculo de amigos habituales.
            - ¿Puedes contarnos lo que ocurrió? –interrogó Santos sin apenas despegar los ojos de un manuscrito latino que sostenía entre las manos.
            Les conté con detalle lo que había sucedido. Mi intento frustrado de franquear el cordón de la policía, la identificación del señor de la cicatriz, la persecución hasta la casa, la luz intensa que pude ver antes de caer desplomado por el fuerte golpe… y también mi sueño, que no era capaz de descifrar.
            - Echad un vistazo a esto –nos indicó Cabrera señalando la pantalla de su ordenador-. Son algunas de las fotos que se han publicado sobre el crimen del Prado.
            Todos nos acercamos a ver las imágenes. Eran realmente pavorosas. Aquella masa de carne humana desfigurada, desollada, sanguinolenta, colgada por los pies y atada con correas a un árbol del paseo. Sobre las losetas, un reguero de sangre.
            - ¿Qué has podido averiguar acerca de la víctima, Lorena? –preguntó José.
            - Tuvimos la oportunidad de examinar el cuerpo en el laboratorio. Su piel fue arrancada a tiras con una especie de cuchillo de hoja muy fina. No hay señales de golpes, sólo la presión ejercida por las correas en los brazos, las piernas, el tórax y el estómago. Su agonía debió de ser terrible. El portador del arma blanca se limitó a extraer con absoluta precisión toda su piel sin producir ninguna escisión profunda que pudiera atravesar su carne. Murió lentamente y desangrado. Tardaría unas dos o tres horas en fallecer.
            - ¿Y has podido identificarlo? –pregunté con interés.
            - Era imposible reconocerle. Únicamente escuché algo que decía uno de los matones del inspector Santana. Mencionó a un tal Capote… Andy Capote, o algo así. Espero los análisis genéticos y los de la dentadura.
            - ¿De quién se trata, Cabrera? –interrogó mi jefe.
            Cabrera era nuestro experto en informática y quien elaboraba el diseño de nuestra revista. Había estudiado Arquitectura e Informática. Su aspecto descuidado, su manía de hablar solo, su andar distraído… le convertían en un auténtico excéntrico.
            - Andy, Andy, Andy… vamos, respóndeme –canturreaba Cabrera-. Aquí está. Andy Capote. Nacido en la República Dominicana, 45 años, aficionado al reague y un magnífico músico. Dominaba con especial destreza la flauta y la guitarra.
            - ¿Te dice algo, Santos? –intervino José.
            Nuestro erudito, que parecía ajeno a nuestra conversación, seguía hojeando aquel libro medio devorado por las ratas.
            - Necesito tu ayuda, José –dijo Santos, volviendo al mundo de los vivos-. Es una versión latina de la Metamorfosis de Ovidio. Tengo la sensación de que nos encontramos ante un lunático que ha pretendido emular la venganza de Apolo sobre Marsias, un fauno con extraordinarias dotes musicales que había retado al dios en un concurso instrumental.
            José tomó nota del fragmento que Santos le indicaba y comenzó, casi simultáneamente, a traducir en los siguientes términos:
            “¡Ay!, me arrepiento; ¡ay!, la flauta”, gritaba, “no vale tanto”. Mientras gritaba, le arrancaron la piel encima del cuerpo, y no había nada sino carne viva: la sangre mana de todas partes, los músculos quedan al descubierto y las venas sin piel brillaban temblorosas; se podían contar las vísceras palpitantes y las fibras brillando en el pecho.
            - Mirad este cuadro de Tiziano sobre Marsias.
            Todos quedamos sobrecogidos. Aquella pintura al óleo que aparecía en la pantalla era la estampa que mejor representaba la lectura del texto de Ovidio, y su semejanza con la fotografía del último asesinato era evidente. Al lado de la víctima, con cierto aire divertido, alguien cortaba la piel a tiras del desdichado. Al fondo, iluminada su cabeza, el dios Apolo extraía melodías de su violín.
            - ¿Dijiste que habías contemplado una luz intensa, como si fueran rayos solares, al entrar en aquella habitación, López? –me preguntó José.
            - Así es.
            - En cualquier caso –comentó Santos-, debemos ser precavidos y analizar lo que tenemos hasta ahora.
            Nos sentamos alrededor de la mesa para tomar nota de todo lo que había sucedido en aquella semana. Teníamos que encontrar las claves que pudieran ir desentrañando aquel misterio, descubrir quién podría ser el autor de los crímenes y qué podía motivar aquella extrema crueldad.
XIII
- Y dices que estuve dos días tieso, Lorena.
- Si, 48 horas sin conocimiento, en observación, en el hospital.
- ¿Uci? –dije sin creerme todavía que había estado dos días fuera de este mundo. Tenía un hueco en mi memoria. Solo recordaba aquel sueño tan extraño: la oscuridad, el hielo, el frío… y aquella aterradora presencia.
- No, solo en urgencias. Vaya caos. Gente en los pasillos, camas arrimadas en cualquier parte. Residentes de primer año que no tienen ni idea de nada y que están más asustados que nadie. Suerte que una tiene amigos…
- De algo habrán servido tantos años de estudios, ¿no? –dije guiñando un ojo.
- Anda, calla, mal agradecido, que si no sigues aún allí.
- No, si no me quejo; bueno, de la comida sí: insípida, desabrida, escasa, incolora…
            Mientras hablábamos, Juan el Turco, se acercó con una bandeja repleta: bocadillos, café, zumos…
- Gracias, Juan –dije-. ¿Qué haría yo sin ti?
- Ir a otro bar –apuntó Juan con su habitual buen humor.
            - Cómo te dije anoche en la reunión con tus colegas de la revista, hay algo en tus fotos que ha llamado la atención a uno de los profesores de la Facultad de Medicina.
            - Pero ¿sigues con lo de las clases? ¿No lo ibas a dejar?
            - Sí, eso pensé yo antes del verano, pero me convencieron para no hacerlo; me convencí, más bien. Tan solo es una hora y media a la semana de un poquito de medicina legal; así no me aparto del mundo académico y sigo aprendiendo. Pero a lo que vamos. Un catedrático, de los más respetados, que está de año sabático, al ver las imágenes en la prensa y enterarse de que yo había analizado los cuerpos de esos dos desgraciados, me preguntó si tenía más imágenes. Le dije que estaba de suerte, que conocía al fotógrafo que había hecho las del primer crimen y que de las del segundo le podía conseguir algunas…
- ¡Qué interés…! -dije con aire burlón.
- No, que no es eso. Es mayor. En definitiva, le di las fotos, y al verlas algo cambió en su semblante,  me pareció que incluso le temblaron las manos. Quiere conocerte y hablar contigo sobre las imágenes.
- Y si yo no quiero entrevistarme con un reputado profesor de vaya usted a saber qué…
- Tarde. Nos vemos a las seis con él en mi despacho de la Facultad.
- Ja, ja y ja.
XIV
            Estaba de pie mirando a través de la ventana. De estatura mediana y complexión recia, aquel hombre de cabello cano vestía un traje impoluto azul petróleo. Se apoyaba en un macizo bastón de caoba con la mano izquierda. Mis pasos delataron mi presencia y el profesor se giró hacia la puerta. Sus ojos claros se posaron suavemente sobre mí, al tiempo que exhalaba el humo de un cigarrillo negro, que sostenía con su mano derecha. Su tez era de un blanco rosáceo, propio de las personas que toman el sol sólo al atardecer. Rondaría los cincuenta y cinco años, aunque sus rasgos faciales no delataban el paso de los años. Únicamente, el tono de su pelo, acorde con su barba vellida y un bigote extremadamente cuidados, daban una idea de su edad.
- Su hermana aún no ha llegado –dijo con absoluta serenidad, mientras apagaba su cigarrillo en el cenicero del escritorio-. Soy Karmel von Müller, profesor de la Universidad de Viena –se presentó con un acento alemán casi imperceptible, mientras  estrechaba mi mano con firmeza-. Siéntese, por favor, mientras aguardamos a la señorita Lorena.
            Nos acomodamos –por así decirlo- en unas sillas de diseño “mortuorio” que mi hermana había adquirido en el rastro, y que amenazaban con perder su estado sólido en cualquier momento. Nunca me consultaba a la hora de adquirir unos muebles antiguos de calidad.
            - Creo que deseaba usted verme, señor…
            - Müller, Karlmel von Müller –precisó nuevamente el catedrático-. Su hermana me mostró alguna de las fotografías que había tomado usted de los recientes crímenes que han ocurrido en Madrid.
            - Sí, creo que algún psicópata quiere proporcionarnos buenas portadas para la revista Cruz.
            - Convendrá usted conmigo en que hay algo de… crueldad desmedida en esos asesinatos.
            - Mi trabajo se ciñe únicamente a fotografiar; no entro en valoraciones –contesté con cierta precaución, pues no tenía intención de informarle acerca de nuestras averiguaciones.
            - Sí, disculpe. Olvidaba que es usted un simple fotógrafo. Es por deformación profesional. Mi especialidad es la psiquiatría y no puedo evitar valorar las conductas de las personas –comentó sin ocultar una sonrisa irónica.
            Aquel calificativo de “simple” me irritó. Su voz sosegada contrastaba visiblemente con cierto aire de prepotencia que no podía disimular. No estaba acostumbrado a que alguien combatiera con mis propias armas.
            - Mi hermana me dijo que estaba usted interesado en las fotografías. ¿Se trata quizá de algún método avanzado del psicoanálisis que elabora teorías a partir del pixelado de las imágenes digitales?
            Enarcó una ceja mirándome con severidad. Mi descaro le había borrado aquella sonrisa burlona. Encendió otro cigarrillo sin dejar de observarme. De pronto, sacó de su bolsillo una especie de emepetrés y me lo ofreció.
            - ¿Qué es esto? –pregunté desconcertado.
            - Admiro su precisión con la cámara y realiza usted muy buenas fotos. Pero esto que le entrego es capaz de sacar a la luz todo lo que está oculto. Y en esos cuerpos destrozados hay algo escrito que me gustaría descifrar.
            - Creo que me he perdido.
            - No es raro que alguien se pierda en una conversación con Von Müller. Agudo, rápido…
Apoyada en el quicio de la puerta del despacho, desde hacía probablemente algunos minutos, estaba Lorena. El pasillo, detrás de ella, quedaba en completa oscuridad.
- Buenas tardes, Dr. Müller. Hola Sebastián; veo que han empezado sin mí y que ya se han presentado.
- Comentaba el profesor que le gustaría ver con más detalle  mis fotografías y… ¿no es mejor ver los cuerpos?
- Buenas noches, señorita Lorena. En cuanto a lo que apunta, señor López, lo sería. Lástima que mi llegada a la ciudad haya sido después de su sepultura -apuntó Von Müller exhalando humo de su tabaco negro.
- ¿Un poco de café? Por favor, tomen asiento mientras lo preparo –dijo Lorena.
- ¿Qué les parece una exhumación? De noche, con un carromato…
- ¿Y quien sería usted, Sebastián? ¿Igor?
- Pensaba en el profesor Ambrosius y su entrada en el castillo para el baile.
- Sin duda, entonces, usted sería Alfred.
- ¿Se refleja en los espejos, profesor?
- Solo cuando no estoy en Transilvania.
- Ahora la perdida soy yo –dijo Lorena, mientras nos daba dos tazas de café bien cargado; café de mezcla, de Colombia.
- No es raro que alguien se pierda en una conversación con el fotógrafo López: agudo, rápido… –dije sonriendo, mientras tomaba la taza de café. -Bromeamos acerca de la película “El baile de los vampiros”. Gracias por el café. Por ciero, profesor Müller, antes de entrar mi hermana, usted me iba a enseñar algo.
- Supongo que siendo usted fotógrafo entiende sobre el procesado de imágenes, ¿verdad? –dijo el profesor con su indefinible acento y ese aire petulante que me ponía de los nervios.
- Algo de PhotoShop, aunque prefiero la imagen tal cual sale de mi cámara. No me gusta alterarla, a veces ni siquiera voltearla. La foto periodística, el aquí te pillo, aquí te mato, sin añadidos.
- Conserva intacto su romanticismo. Es algo que se nota en sus fotos. Pero lo que quiero mostrarle es un programa informático especialmente diseñado para poner de manifiesto algunas características de las imágenes que pueden estar ocultas.
- ¿Algo como hacen los astrónomos con las imágenes que toman con sus telescopios? –dijo Lorena.
- Exacto –apuntó Von Müller–. De hecho este programa lo ha desarrollado un amigo astrofísico que trabaja en la universidad de Viena.
- Tengo aquí mi Pc. Lo enciendo. -Nos acercamos todos a la mesa en la cual Lorena tenía su Pc. –Por favor, profesor, me deja su pendrive.
- Cómo no, querida.
No pude sino esbozar una sonrisa mientras el arrogante de azul petróleo le decía esa cursilada a Lorena, como si fuese un galán de la Ufa de los años treinta; aunque lo atemporal, sí,  ese era el adjetivo, eran sus gestos. Algo en él reflejaba una manera de comportarse antigua, como si no tuviera mucho trato con la gente de la calle.
- Supongo que, al tratarse de un desarrollo de un astrofísico, este programa correrá bajo Linux, ¿no?
- ¡Ah! Esos años en Canarias en los observatorios con aquel irlandés pelirrojo –dije guiñándole un ojo a mi hermana. Si las miradas matasen, en ese momento, habría caído fulminado en el suelo por un rayo–. Perdón. Sigamos.
            En unos minutos conectó el pendrive al puerto usb, guardó el ejecutable en una carpeta y lo instaló. Antes de lanzar el programa dijo:
            - ¿Tienes alguna de tus fotos aquí?
- He traído varias. Aquí las tienes.
            En ese momento Von Müller le pidió permiso a Lorena para sentarse delante de la pantalla y procedió a abrir el programa y a cargar mis fotos. Yo no dejaba de pensar en qué demonios me iba a mostrar que yo no hubiese visto ya en las imágenes; en lo que disfrutaría el friki de Cabrera con este software y con aquel profesor que parecía un clon de Max Von Sydow, con barba, veraneando en los Cárpatos; y, sobre todo, especulaba en cómo se lo tomaría José al enterarse de que le había salido un competidor  universitario.
XV
            Subiré hasta el cielo y levantaré mi trono encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña donde se reúnen los dioses allá donde el norte se termina; subiré a la cumbre de las nubes, seré igual al Altísimo.
Isaías 14, 13-14

            Desde la torre de la abadía, oteaba un vasto horizonte de arena. Las voces de los monjes acunaban con salmos el silencio vespertino del santuario incrustado entre las rocas.
“O Lux beatissima, reple cordis intima tuorum fidelium…”
            Apoyando las manos en la balaustrada, escuchaba exultante las plegarias monacales. Su expresión se elevaba hasta los negros nubarrones, que se cernían sobre el montículo normando de una belleza extraordinaria, mientras tarareaba la melodía sagrada. Esperaba pacientemente un último movimiento.
En unos minutos, la marea, sin aspavientos y en bonanza, fue reptando por el lodazal inundando la bahía. El agua devoraba con avidez los contornos de la fortaleza. Aislado de la tierra, el esbelto promontorio de Mont Sant Michel era sitiado por el poder azul de una naturaleza rebelada que anhelaba recuperar sus privilegios más antiguos. El monte benedictino combatía con su oración de piedra por liberarse de aquel presidio inevitable.
            Ufano de su triunfo, el observador solitario de la torre alzó su mano siniestra sosteniendo una estrella incandescente hasta la cúspide de la aguja, donde la estatua del Arcángel se vislumbraba débil y difusa, envuelta por la niebla.
            Al anochecer, la tormenta descargó sus rayos sobre la isla santa. Parecía una feroz batalla entre la Luz y las Tinieblas.
XVI
            Oye lopez, dnd t metes? t envio est emilio xq santos ha recibido 1 correo muy extraño. Es d alguien desconocido. Aki t lo dejo.
PD: Ah, y traete a tu hermanita. Como ves, voy aprendiendo este nuevo lenguaje de signos, je.
Jose
            “Aquél que ha de venir está ya cerca. Cielos y Tierra doblarán sus rodillas ante Él. Ha nacido en sagrado y oculto para el mundo.
            Busca las respuestas en las señales de la Noche. La muerte es una consecuencia de una vida sin Luz.”
XVII
            - Las imágenes son terribles. No me habías enseñado éstas -dijo Lorena.
            - Las que ves son del segundo crimen, el despellejado.
            - Sí, efectivamente, son horribles. El ensañamiento fue grande. Permítanme pasarle un filtro con el programa a esta imagen. –Von Müller, con sorprendente destreza, movió los dedos sobre el teclado. No pude seguir lo que  hacía. Quizás aplicase un filtro gaussiano o algo así.
            - ¿Da su aprobado, señor López?
El resultado era sorprendente: una  increíble cantidad de detalles, pequeños detalles, se pusieron de manifiesto en la imagen.
            - No tengo más remedio que reconocerlo. El programa es bueno. ¿Cómo dice que se llama?
            - No lo he dicho. No es comercial. Como le comenté, es un desarrollo de un colega.
            - ¿Qué son esos símbolos que aparecen sobre la piel? Parecen letras, ¿no? – apuntó Lorena, mucho más sorprendida que yo.
- Es lo que buscaba, mi querida niña. Y es lo que temía. – Le había cambiado la expresión de la cara, como si hubiese envejecido de repente varias décadas. – Por favor, fíjense  en el costado. ¿Qué observan?
            - Diría que es una especie de letra, no, no… figura, si, una figura. Parece una estrella, ¿no?
            - Y está por todo el cuerpo. Fíjate aquí, aquí y aquí.
            - Cargue otra imagen -dije mostrando ansiedad por ver lo que nos ofrecía el análisis del programa.
Von Müller fue abriendo y aplicando el filtro a una y a otra imagen hasta haberlas procesado todas. El resultado era siempre el mismo. Después de mejorar el enfoque y la nitidez de la fotografía, aparecían, en distintas partes del cuerpo de esos dos desgraciados, símbolos, entre los que predominaba la dichosa estrella grabada muy tenuemente en la carne.
            Disparé a bocajarro:
- ¿Qué carajo pinta usted en estas muertes? ¿En Madrid? ¿Con este programa? Además, sabía perfectamente lo que iba a encontrar o… ¿me equivoco?



No hay comentarios:

Publicar un comentario